Ya es tarde para entender la vida.
La piel temprana, la imaginación
y el miedo de ser otro.
Una ciudad húmeda, de siglos y campanarios
adorna mi tránsito irreal.
Un mundo donde la piedra no llore,
de colores sin color y palabras susurradas
como un amanecer de pájaros.
Un mundo cuya mecánica busque
la similitud de la carne,
el misterio en los ojos encendidos,
la correspondencia soñada
en las caricias del sexo.
Yo sé que allí no hay derrota
porque la luz absorbe el frío
y una ráfaga de sinrazón
anima a los cuerpos
a sentir la alegría del desorden,
el círculo fugaz de la perdida.
Es en el territorio de las miradas,
cuando la desnudez se yergue como una cercanía,
en la sincronía múltiple de los ídolos,
en el paisaje que muere cada día como una raíz agotada,
en la estela de los barcos sin aullido,
en la perfección de unos labios rojos
donde yo vivo mi dejadez,
mi costumbre desairada de esconder el aire
en bocas que callan su artificio
mientras la tiranía del rubor me devuelve
al pensamiento sin luz de los olvidados.
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