La exactitud eran cien pasos repetidos.
Mi oración escribía su infantil epitafio
con ecos de ciudad.
No hablar de la vida,
no entender el filo de las emociones,
no transcribir la piel ni el perfume
que horada la sinrazón.
Sólo la cáustica sombra
de las habitaciones añejas,
el boudoir que recibe
la volatilidad de un sábado.
Y en el espejo de la noche
los paraísos del candil,
la penumbra sin color de los tabucos,
el insomnio como un elixir
en la estación prohibida del suburbio.
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