Algunas veces, dentro de la melancolía,
se abren mundos de napalm.
Con la piel renovada, con los ojos heridos
por la culpa, con el hambre de los dieciséis años
aún latente, con el cielo gris y acuoso cayendo
como un pedestal sobre mis días; me reafirmo
desde el paso triste, la incomprensión y el silencio,
para ser pájaro nuevo sobre estatuas de granito,
acústica similitud de jóvenes sin patria, mirada
limpia que vaga como humo de inmortalidad
y sueña con hembras desleídas que apuntan
nombres de plata en cuadernos rojos,
que jamás maquillan la conciencia núbil
y arrojan los iris como perlas ambiguas
hacia el dominio mensurable de la finitud.
Así es la llegada que enciende el vigor de los cuervos,
en su cenáculo las palabras susurran un canto de mendacidad,
con silabas de adiós o luces mortecinas que amparan
el lúgubre eco de lo piadoso.
Y sin embargo, no hay más que un principio gris,
la puerta cuyos goznes vibran como exaltación de la luz,
estrategia pálida que crece hacia ciudades por conquistar
junto a las caricias del amor en países de exilio,
en playas inventadas por mares inexistentes
y pedazos de luna que sobreviven al cautiverio
de los siglos por venir.
En la claridad de entonces, veredas de futuro se enlazaron,
ya solo se trataba de una elección o una deriva, del azar
que surge como una guirnalda que el viento orea
para crucificar el destino, desnudarlo de ser y pasado,
de nombre y artificio, y construir al fin una historia,
la mía.
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