Un día di el primer paso,
a este le siguió un segundo
y luego muchos otros.
Anduve mi camino
entre luces y sombras,
entre el amor y el dolor,
entre la vigilia y el sueño,
entre la esperanza
y el desencanto.
En definitiva fui hombre.
Un día di el primer paso,
a este le siguió un segundo
y luego muchos otros.
Anduve mi camino
entre luces y sombras,
entre el amor y el dolor,
entre la vigilia y el sueño,
entre la esperanza
y el desencanto.
En definitiva fui hombre.
Has construido tu casa en el telar de mi pupila,
eres pájaro de luna cuando la noche derrama
su oleaje oscuro por los jardines de mi corazón
hospitalario, estás en mi sed como una gota de agua
que no sacia el recuerdo de tu fuente, me posee
el blancor de tus alas que solo vuelan si mis ojos
te miran al partir de tu isla en singladura de ave
por los espacios de un mar desconocido, vas y vienes
atravesando los pilares del deseo como un aire sutil,
una brisa insomne que se posa en mis párpados igual
que el polen de una flor al caer desde el estambre azul
de su trono hasta la semilla en donde germinará la voluntad
sin horarios de tenerte, hoy eres trasluz, mañana una sombra
en el espejo de la ausencia, a menudo mi yo te busca
bajo el árbol del olvido y no halla otra cosa que tu raíz
como cadena que me ata al sol inclemente de tu nombre.
Todo lo que me rodea habla, todo se convierte
en memoria donde un eco repite las insondables
palabras que dejaron una cicatriz viva en la piel
del silencio, todo transcurre como un rumor de río
por las arterias de la soledad, todo vuelve igual
que un sueño repetido en la vigilia de los párpados,
todo retorna a mí sin la máscara del olvido; por eso
nunca estoy solo aunque tú pienses que estoy solo.
I
Las palabras que dijiste
y que te parecieron trascendentes
no lo eran.
Hoy vuelven a la memoria
y te extrañas de haberlas dicho
porque ya eres otro
y lo que dijiste entonces
tiene otra música
que ya no es la que de nuevo escuchas
al repetirlas en silencio
y a solas.
II
Hay palabras que ya casi nadie usa:
bondad,
amor,
ternura,
entrega.
No son de este mundo.
Las palabras que deberíamos usar son:
ambición,
odio,
dinero,
poder.
Esas si son de este mundo.
En la ajada noche soy sombra en el espejo,
sin verme sé del rastro fugaz que dejó mi huella
en los bordes de un camino que fue borrándose
como nube que pasa ágil bajo el imperio del sol,
humo que desaparece cuando los ojos regresan
del olvido y miran el revés del tiempo, fotografías
tenaces en los cajones sin abrir igual que islas
en el mar de la ausencia, cosas que permanecen
y niegan la herida, eclipses que ponen negrura
en la claridad cada vez más despojada de aliento,
la fe del mártir empeñado en sentirse volcán
de fulgor bajo el páramo de la piel mientras
las agujas de un reloj clavan su hostil alfanje
entre unos hombros que ya no son capitel
de un pilar que la lluvia ha erosionado gota a gota
-como si fuera el flujo del agua por el ojo de la clepsidra-.
Este es mi nido de cristal y luna donde riela la noche
y en los ojos baila el arlequín la danza festiva de los sueños.
Sin sonidos, como en una pecera sin peces, el sol de abril
dibuja en los espejos rayos de claridad insomne
mientras duerme la luz artificial en la corona de la lámpara
con su radiante lluvia que caerá en rocío
sobre el mar de caoba que sostiene la piel omnímoda del suelo.
Tapiz que se enhebra como teselas de un mosaico
donde rumian mis pies desnudos la melancolía de las tardes.
Vuela el insecto en ondas, en círculos, desconoce en qué ruta
hallará el azúcar del tedio al final de sus tres días de vida,
mientras yo con solo una mitad de mí reflejada en la faz del espejo,
quieto como un dosel, delgado como un pedestal de carne joven
ignoro aún que en el futuro volveré a este mismo espejo
para ver la cada vez menos longitudinal estatura
de mi cuerpo, aparentemente enhiesta, pero no, al contrario,
aproximándose a la caída, sin alas, sin el vuelo de la ilusión
como un cenit, sin la luz de la gran ciudad iluminando los autobuses rojos,
las aceras solitarias, el etéreo bulevar donde ya no crecen los plátanos,
los semáforos con sus ojos tricolores que parpadean como niños
ante el asombro de un regalo-la ilusión de las navidades infantiles-
desde la cama a la que no llegará tu nombre,
desde la luna del armario, húmeda igual que una boca ávida de amor,
desde el crepitar del parqué, música fiel a mi estrecho confín;
y tus golpes tímidos en la puerta, los libros escondiéndose de la luz
y una cómoda sin ángulos, roma como el pulido mango de una pluma
con la que escribo estos versos que invitan al silencio
cautivos de esta tinta gris-azul tan semejante a un cielo triste.
Me ladra cada noche
como un perro encerrado
que quisiera ver la luz.
Soy su único amigo,
su confidente,
su razón de existir.
Si lo contara se desvanecería
igual que una sombra
en el medio de la claridad.
Es una isla con un solo habitante:
unos le llaman culpa,
otros vergüenza,
yo lo llamo miedo.
Has vuelto al otoño de la melancolía con la lluvia en siembra,
fulgentes las losas, el farol ahíto de luz, los arcos en tiniebla
entre columnas impares, el dintel sin pájaros, atardece
a la sombra de abril sobre el jardín de los paraguas, el aire
aún cálido se columpia bajo las celosías en espiral húmeda,
olor a salvia, a romero, a jazmín en la quietud las ventanas,
rumor de voces que llegan con el dulce devenir de las horas
sin premura a la atardecida del sueño, vagas, vago hacia
el emblema que corona la figura del rosal que alguien esculpió
en el friso verdinegro, luz de alba claramente fingida, corazón
de la música que se anuda al humo como un anillo de guedejas
alzándose furtivas por la arquitectura en flor de las cornisas,
saludos de niño alegre con la mirada ebria y una rosa de luz
en el pecho, nadie entiende la letra de una canción sin alma,
saxo y batería, una voz lamiendo la lisura de los espejos
hace nido en mis párpados, gramola en éxtasis cuando
ya no escucho a los labios rojos que me hablan de sed,
de nenúfares, de arcadias, de petunias en la nieve,
de albatros cruzando los mares de la noche mientras
un blues solitario recorre las avenidas de mis ojos
hasta que la lágrima brota del duro eclipse y soy luna
y soy manantial que acompaña al río en tránsito
de una melodía que lentamente agoniza bajo
el palio amarillento de una luz gastada.
De tus huesos rotos,
de las cicatrices de tu piel,
de tu sangre derramada
nacerá un árbol de luz
que iluminará el orgullo
con el que enfrentarás la vida.
He dado infinitas vueltas, formé círculos concéntricos,
perseguí mi sombra en el interior de un laberinto.
Entré en él desnudo, mañana saldré desnudo,
nunca entendí qué significa vivir
ni de qué me vestí entretanto.
Tu baile de espuma
llega a mi playa
como una ola de seducción.
Me invita al furor,
al ardiente efluvio de la carne,
al roce de los pétalos en la piel,
al infinito oasis de la cópula.
En tu cama vi rosas arder
entre suspiros de ángel.
Me dijiste tu nombre,
aunque no te dijera el mío.
Ahora tu nombre
es la cicatriz de un recuerdo
que yo repito a solas.
A mi hermana, Elena, que ya no está
Sigo allí en el salón que siempre estaba en sombra.
La lámpara de cinco brazos, el cobre amarillento,
los soportes que asemejaban velas,
alguna bombilla que ya no podía dar luz…
El cuadro de la abuela con un paisaje irreal al fondo
y su rostro amable, el vestido oscuro, la tez morena,
teatral la pose ante el pintor desconocido...
Fuentes de porcelana en las paredes,
un reloj de pajarita con agujas doradas,
platos decorados con motivos florales,
los muebles de caoba, labrados con esmero,
sin vitrinas, alguna bandeja de alpaca,
vasos de cristal esmerilado junto a una botella de licor...
La redonda mesa camilla, bajo sus faldas
la reunión secreta de los hermanos,
juegos de niño, conciliábulo de espías en las tardes de invierno.
La única calefacción un brasero eléctrico con su espiral roja incandescente,
y el televisor como un tótem mágico, un sofá sin capacidad para todos,
una alfombra gastada donde acostar la juventud de los cuerpos.
Vida en familia en el salón que aún habita en mi memoria
igual que un viejo retrato siempre vivo.
De tus huesos rotos,
de las cicatrices de tu piel,
de tu sangre derramada
nacerá un árbol de luz
que iluminará el orgullo
con el que enfrentarás la vida.
Como cabellos al sol los racimos de colza.
Es tan azul el cielo
y es tanta la sombra
que habita en mis ojos...
Al sur un bosque de pinares de un verde mustio.
Las vides son sarmientos en fila,
raíces que un día serán uva en flor
madurando al aire
y a la luz del otoño.
Casas de adobe junto al río.
Siento cómo la ausencia de la lluvia
entristece el corazón de la tierra.
Cómo crece la luz en el horizonte mientras aquí
se escucha el fragor de los cantos con los alfanjes al sol
y la mancha multicolor que se aproxima desde la distancia
como una gran serpiente azul y roja.
En las almenas el viento norte agita los estandartes,
en posición las ballestas, las mallas brillan en la faz de los pechos,
la túnica blanca y la cruz del templario, mi señor en lo alto
de la torre observa, como un vigía, el avance musulmán,
la espada aún en su guarda espera el tajo sangriento.
Él es adalid de Castilla, honor cristiano de roeles,
león de viejas fauces que defiende la religión verdadera
ante al enseña del infiel.
El aire de febrero con su frío de navaja muerde los rostros,
en los adarves ya humean los calderos de aceite,
la infanta en su alcoba sucinta reza bajo la cruz
con el breviario entre las manos;
en cada tronera un defensor, las galerías rebosan de hombres
preparados para la lid, el foso y delante un grueso muro.
Es posible que la batalla dure hasta que el sol decaiga,
las trompetas avisan de la proximidad de la caballería,
detrás los aguerridos almorávides, con nosotros la luz de nuestro dios,
la fe en la victoria, el resguardo de la piedra nos ampara.
Es segura la fiereza del encuentro, sobre el matacán
observo arremolinarse los pájaros que aguardan la sangre
que se derramará por la llanura como una ofrenda cruel
a la gloria impenitente que marcará un nuevo hito
en el acontecer de la cristiandad.
Es todo aire, un sonámbulo ejército de ráfagas pobladas de espuma,
es una latitud septentrional de inviernos azules,
Pasó el tiempo de los pájaros
que migran al sur.
Soy raíz de piedra,
estatua inmóvil de un norte
sin mañana.
Al este sigues tú,
al oeste mi ocaso.
¿Qué persiguen los galgos que corren por mis ojos?
¿Una casa grande,
un automóvil veloz,
un barco que navegue
sobre un mar de oro?
No es eso.
Lo que persiguen los galgos de mis ojos es la luz de la mañana.
Nunca la puedo atrapar, siempre llega antes la noche.
Así tiembla la fibra que en el interior brota
de la mirada como un prodigio imposible de adivinar.
Su rayo certero se hunde en la raíz del alma
con la eficacia de un bisturí, sacia el color,
encumbra la música, es una imagen que estalla en el corazón
igual que el trueno cuando asola la quietud de la noche.
Convierte los segundos en efluvio de eternidad
si los ojos no consiguen apartarse de la desnudez
que se muestra indócil al núcleo sensible de lo humano,
y llega la lágrima porque el sentimiento de no poseer
indefinidamente la armonía, las proporciones, las formas,
los arpegios de un ideal es causa de un dolor íntimo.
O viene la dicha con su canto efímero de éxtasis
que reposa en el nido de la mirada,
en el placer que llega al oído desde la música como un don de ángeles,
en la naturaleza de la que nace el asombro,
en la perfección de los cuerpos que aún son jóvenes.
En tu mundo que no se muestra, se intuye en la palabra,
en el amor, en la bondad que es perenne en ti
como un árbol de oro que brilla bajo un océano que nadie surca.
Calma del agua que vierte su racimo de gotas en la serena
quietud de la tarde. Ella pinta ángeles bajo los aleros como
si ateridos de humedad se refugiaran en las cornisas para
convertir en inmóviles sus alas. Ella aún desprende luz de luna
si la llamada de unos ojos recuerda la simbiosis celeste de su piel
con el haz que la medianoche dejó en su perfil,
mixtura que se convierte en fulgor cuando la memoria
repite el eco de la magia de ver la transparencia de la luz
sobre un halo virgen que envuelve el cáliz de un cuerpo
con la rosa alba que la luna deposita en los hombros desnudos
hincándose como flores de nieve en los promontorios mas altivos
de la carne. Calma del agua que moja la testuz de los caballos
en la fontana, paciencia del cristal y sus biseles donde se quiebra
el rimero que fluye hasta el contorno de una ventana en penumbra,
infancia de la claridad bajo la sombra gris de los cúmulos,
paraguas sin nadie como pájaros negros sobrevolando
la corriente de un río insomne, la sonrisa que pintó
para ella un ángel en su impermeable azul con la forma
dorada de un sol de invierno me recuerda que siempre
fue la luz que iluminó la oscura faz de mi alma.
La imagen permanece como si el tiempo fuera
una gota de piedra que cae sobre la fugitiva sed de los minutos.
Inédito fluir de los relojes que nombran el mañana
antes de que el presente viva en la memoria
de quien ya es pasado al sonreír a un objetivo
que cierra su ojo para retener el instante
que nunca será espejo de una realidad inmóvil.
Tu blusa blanca y mi camisa azul, el lugar donde el sol de agosto
reproduce su ciclo de luz, el cielo claro, el trigal como un cabello
de trenzas amarillas que mueve el aire, el infinito horizonte,
la res y las colmenas, el escenario existe, nosotros no,
aunque falsamente perduren en un papel multicolor
la piel joven y la imagen tuya que hoy me sonríe
desde el ayer mientras contemplamos juntos
aquella fotografía que ya no recuerdo quien nos hizo
con la cámara que aún guardas en la buhardilla
como un tótem que ya no volverás a usar.