Me ha sorprendido este silencio de hojas blancas.
En el canesú de la noche
los dos pensamos
en el azar y en los ríos, en las moléculas que nos pueblan,
en la comunión de los astros como un refugio de luz.
Yacen los cuerpos en sus horarios,
el crisol de la rutina mata la inconmovible ausencia del estallido,
suenan trompetas de viento alado
al morir los pechos que claman fogosidad y ardor entretejido.
Ya no oiremos a los pájaros remar contra la lluvia,
los espejismos cabalgan rumores
y hay ojales sin ojal que nunca cierran su despedida.
Acostumbrados a ser un signo bajo el dosel de la cama vieja
solo la imaginación o el lenguaje se visten de arlequín
y moran bajo las axilas húmedas de la sinergia.
El resplandor es un acaso de nubes viajeras,
me digo tu primera palabra,
busco el manantial de la espuma que te eleva,
que siempre te iza
hacia los bosques del más allá.
Y surge el áspid que roba la quietud
y claman las arterias
y el corazón por fin se nutre de la savia verde
que penetra en la cueva de tu noche.
Son instantes, no sé, de furia o de instinto,
fosas de moldes sin perfil,
astucia de los esqueletos,
arrojados a la piel como infantes suicidas
o títeres.
Es así el amor- aventura y celeste carmín en los labios-
es así el deseo, un rayo de vísceras, un maná,
un esputo de volcán que estalla
como un miembro mutilado que rocía de insomnios
la huella y su infinito deshacer.
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