Quizá porque un sol le abandonó,
quizá porque su recuerdo era de lluvia,
quizá solo quería lucir la gabardina del padre
bajo la luz ajada de un tren nocturno.
No sabía, entonces, que el destino es un pájaro caprichoso
que vuela al azar como una cicatriz indescifrable
sobre un azul de sombras.
Yo pensaba en el corazón de la isla,
el mar sin fulgor,
un palmeral, las laderas negras
y un cálido desdén de horas vacías.
Y allí, él,
el pistolero desarmado,
con el costurón del rostro al aire
y aquella risa, sin alma, que conocí tan bien,
insolente como un geiser de espuma.
Madrid ama los eneros,
el frío condensa en una nube de amor
la miseria, los olores fétidos,
la suciedad que antes era líquida
como un miasma de agua.
Había un luto en la desesperación,
hambre de desafío y un terror de mosaicos encendidos
al huir de nosotros, al fingir una estrategia
contra la caída.
Recuerdo que la razón del vino era un aullido en la garganta
y el retorno una bandera de alcohol ensimismado,
recuerdo el silencio de las voces
o, más bien, la huella de las voces en una lengua amortajada
por no saber decir, no.
Rompió el avión la piel del cielo
con su vorágine y su carcasa de metal,
en su interior los códices secretos de la mudez,
los ojos viajando de las sombras a la claridad,
de la raíz insulsa de la tierra
hasta la irracionalidad del océano,
terriblemente calmo en este invierno,
dándome una razón que negara su mito;
algo así como mi vida a contraluz en un adiós disparatado,
en un sin sentido de espejos.
Él murió en un hospital gris,
y yo guardo su gabardina,
porque siempre llueven sobre mí
las horas en que hablamos del mundo y sus enigmas,
de los signos y de la historia,
de mujeres y libertad,
de un porvenir
que nunca llegó a pronunciar su nombre.
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