lunes, 8 de abril de 2019

La extraña ceniza de los días impares

Ese barniz en el útero, la primigenia imagen de mí.

Al abrigo del tiempo lento
las hojas caen como pestañas olvidadas en la nieve.

He sido pesadumbre de enfermedad,
mueca en el rostro futuro, torpes ejercicios de sincronía
que no vencen al crepitar sin voz de la noche.

Mi timidez aún escucha su eco
y no sabe qué portal, pared o lujuria
excavará su risa tenue de murciélagos vespertinos,
heridos por la luz.

Crecí bajo el yugo de un episodio innombrable,
lágrimas de dolor en mis omoplatos,
jardines sin cultivar hacia el deseo de la juventud,
salvajes los alientos del alma que exploran el grito y la tiniebla.

Pasé por amores
como esquejes orientados a las sombras,
creció mi ansia en el párpado nocturno de las horas inútiles,
en ciudades amargas, oscuras, muertas
escribí la sinrazón de lo efímero, su silencio infinito.

Hasta que llegaste tú junto al yermo sin paz de mis rodillas grises
y el columpio de la sed brincó en el perfil de mi nombre.

Aquel hemisferio
donde ubicamos la mansedumbre del presente escogió
luces, territorios, países que lloraron nuestra partida.

Y al fin, el hijo en tu vientre de amor,
el exilio hacia los paraísos del mar,
la incógnita de la piel al encenderse la erosión del desgaste.

Pero, piensa, que cuando yo ya no esté
una ola azul llegará hasta el pálpito que ambos dejamos en la niebla,
un resplandor entonces creará el misterio de haber sido dos
en la ceniza extraña de los días impares.








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