Así como la lluvia llega al grano
y finge ser luna, parasol, hambre.
Las hojas caen en su mudez,
el ocaso ríe al oír la penúltima canción del ruido,
una deidad amanece tras el ribete blanco de tu falda,
el viento se arracima bajo los neumáticos azules del deseo.
Tiemblan los pájaros en la rama caída
mientras las hormigas heredan el paso simple
de los nómadas proscritos por el laberinto ciego de su vida.
Tu nombre,
tu nombre de claridad
cabalga en el ojo sin avizor del océano;
sirenas nunca vistas
visten el archipiélago soñado por los mitos
silabean rosas púrpura en los labios de las calles
que, como un párpado,
surgen y mueren al paso de la noche.
Y volverá el tren del encuentro con sus luces marchitas,
y la hora será la hora en que diré futuro
antes de la caída que los murciélagos vigilan.
Y habrá sombras inaudibles
y habrá transeúntes que niegan su identidad
y habrá portales no son encendidos
entre el adiós y las preguntas del alba.
Mi esperanza se arroja sobre la pulpa de un café,
las palabras parecen una sintonía de viejas herencias
-sabes qué, he visto, has leído-
con címbalos que pronto cesarán de columpiar su salmodia.
Así son los oráculos que apenas chocan.
Te pregunté por el lirio albo de tu pecho,
mañana en el ojal lucirás la ajada cicuta del olvido
y yo solo veré tus omoplatos vírgenes, contemplándome.
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