Hay una rutina inverosímil en cada objeto,
una duración que no ha pedido ser,
una permanencia que contradice
la raíz y el don de fluir.
Alrededor mi carne es tránsito
que da vida a la casa
porque los recuerdos invaden
con su telaraña maliciosa
la quietud fría
de la materia.
Si miro la fragilidad de la porcelana,
el cristal y sus aristas,
la majestuosidad de las figuras de caoba,
el lapislázuli irisado,
los souvenirs de piedra oscura,
las camisetas con dibujos de dragón,
las fotografías en países sin memoria
ni identidad; todo lleva como una orla mi vivencia,
mi paso volátil entre los días
que una vez fueron piel y verdad
en la encrucijada del deseo.
¿Por qué, entonces,
apenas me fijo en su curvatura,
en su peso y sus formas,
por qué siempre es el sonido,
la urgencia, la inmediatez de los vicios diarios
quienes absorben la energía débil del futuro?
Hoy, sin embargo, existe un tiempo que vaga
junto a la objetividad simple de las cosas,
les da razón, las convierte en camino poblado de risas
y de amor, de experiencia instalada en la sangre
como un retrato inmanente, como una huella
de pálpitos que se hace oír con su trote imaginario,
con su voracidad por recobrar la fe perdida.
Los objetos me salvan de mí,
son el territorio que destruye la prisión del existir
con sus alas de adiós, con la claridad nunca estéril
de un sol interior que se sabe tan eterno como mi ser,
tan real como este presente
que tan a menudo me niega.
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