jueves, 3 de julio de 2014

Exiliado

Al principio la soledad es solo un duende.

Su imaginario ser no habita los caparazones
de la muchedumbre ni conoce el libre juego
de los estetas.

Como en un río imperecedero
mis brazos innobles
mueven lentamente sus aspas,
se avían igual que descuidadas libélulas
sobre el fluido constante de un rumor cristalino.

Ríen los miembros cuando una voz imperiosa
maldice la virtud de los horizontes prohibidos,
cuando la visión de la isla es otra isla encendida,
cuando los párpados no hablan otro idioma que el frío.

Y sin embargo, hay letras de arrugado frenesí
y locuras que mienten bajo un sol sin héroes.

Desde aquí
veo la fauna agreste, la tierra calcinada,
los acantilados como rostros seculares
de un armazón perdido.

Mientras, son las palabras el refugio de la noche
-pareciera que un búho gris ululara en mi oído
la vieja canción de los marinos: el ron, el ron, el ron...-.

Habitante de mis dudas, callo como un muerto
que ha conocido al fin su paraíso.

















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