Tantas veces
podría dibujar tu perfil en la memoria,
en mis ojos blancos.
Una palabra o un símbolo
nunca reflejan la actitud de la carne,
el gesto omnímodo del deseo.
Cualquier mañana amanece en tu luz
como un ardid de mariposas
que dejara en el surco
la metáfora del color.
Tendría que ser la atmósfera que llueve
o el orden de los cantos
o el no recitar las escaleras
que han habitado tu nombre
en el gris espacio de la razón.
No es a mí a quien mata la exactitud,
porque yo sueño alambres en el mar
y atisbo el rumor
que yace viejo
sin entender los horarios rotos de la costumbre,
la pasiva confluencia de las saetas
en el dormido lecho de la aurora.
Ya ves que los pasos heridos
no cargan escritura en sus lomos ausentes
ni hay historias que inmiscuyan flores
o dorados ejercicios de lucidez.
Ni tampoco la noche hereda en ti la dulzura del murciélago,
quizá el plenilunio agote la sed
o tal vez el lobo triste de la melancolia
aceche en ciclos
que no intuirán de ti ni de mí
pues engendrarán el pábilo de la conspicuidad
en la piel sin sombra del reencuentro.
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