Ni siquiera la palabra más antigua, 
la del candor, la del olvido. 
No hay hogar en las pupilas blancas de la noche, 
la nostalgia es un caballo frío, 
desamparado, como un látigo
que no encuentra estallido 
ni dolor
ni amargura. 
Dicen que el azar nos envuelve 
lo mismo que una sábana de relojes, 
dicen del instante en que se cruzan 
la lluvia y los ojos claros de la nieve, 
dicen de la vida que se acuesta 
cuando los labios hablan del futuro 
o la piel ultima el grito del placer 
en los bancos nocturnos de la alegría. 
A mi me basta el mar tranquilo, 
las colinas relumbrantes, 
la umbría de los hayedos 
junto al manantial que surge noble
como un símbolo. 
Han quedado demasiadas preguntas por decir, 
su rumor me acompaña por calles varadas, 
en balcones sin reja donde asoman 
las banderas del recuerdo. 
Solos, en la plaza que se sueña, 
la melancolía anuncia el triunfo de la sed, 
mi corazón te habla con ovillos trenzados, 
la luna quiere abrirse como una flor pasajera. 
Yo sé que mienten los pájaros, 
que la sombra de tus caderas ha desnudado el color, 
que no habrá ayer porque este silencio de cuerpos 
amanece igual que un rayo indeleble 
en la espesura de tu nombre, del mío, 
de nuestra historia roja 
y escribe, al fin, en los latidos del agua 
el crisol infinito del amor 
y la locura.
 
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