martes, 25 de septiembre de 2018

Lluvia en Santiago de Compostela



Ayer llovió y hoy llueve, media luz en que miro
el cristal desperdigado en inútiles gotas, prisma
que refleja la lisura, cúspide de un pararrayos
envejecido. Saldré con el corazón alegre, círculos
y enredaderas, botines y botas de goma blanca,
paraguas como setas invertidas en un límpido amanecer
de otoño. Pero yo camino sobre la canción de las aceras,
acosado por el silencio de los semáforos que en su mecánica
virgen penetran la sincronía del tiempo. Me acompaña la rosaleda
de espinos y árboles llorones, también la estatua
de dos viejas comadres sonriendo al espectador
como vengativos títeres del mal. Rezuma la noria
olvidada, los paseantes roban al sol el festín del día,
la tranquilidad recita la memoria de los balcones
completamente deshabitados de pájaros. Es feliz
este cuerpo que vuelve su cabeza hacia los bares,
no en misa de juventud, no en cantinela nocturna
de coro sin porvenir. Sí la voz alada de un hombre
mudo que vuelca su mirada en los soportales
resguardado de la humedad que tintinea
en las losas y acude al sonido intermitente de los pasos.
No hay un rostro que ame el brillo de la plaza,
amarillas la luces contra la oscura senda de la espadaña,
el caracoleo de las fachadas, iconos, reverberos, la altitud
del campanario, el sueño gris de los cofrades. Sé que tengo
un destino más allá de la noche acuática, como tritón,
como alga en lago de piedra, como un jardinero que suda
frenesí dejo que mi piel se adentre en la dorada quietud
de este apóstol sin voz para que nunca- nadie- vuelva a perturbar
el momento en que las orillas del tiempo se calcinan
y un solo vocabulario prorrumpe en olas de espiritualidad añeja.

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