Te golpea el rostro impreciso del mundo.
Lejos de los días contados,
en un espacio que multiplica el color,
los cuerpos desnudan su razón,
la agitan como banderas silenciosas
contra el imperio de una luz ya envejecida
y nos dan la bendición del misterio,
la gloria inaccesible de las noches perpetuas
en un rincón de paz y éxtasis.
Cada viaje nos entrega su sed,
su cálido himno de historias recordadas,
el blasón de una herencia que se sabe inmortal,
el círculo que repite su canción
en los relojes altivos de la apariencia.
Y no hay miedo
porque los laberintos jamás escriben su verdad
y somos nosotros los que inventamos la luz y la armonía,
la pasión de la piedra y el ruido infantil de los cauces,
la ambigüedad de las miradas que no reconocen tus pasos,
mi extrañeza cuando presiento la magia inexistente
de lugares que son mito del ayer.
Y es que nada se parece al recuerdo vivido,
ni la sombra de los puentes
que quisiera dar eco a la palabra,
ser confín de aventuras,
regreso a la raíz presentida del tránsito.
De nuevo la ciudad extranjera crece como un espejismo intacto,
después será la memoria el hilo que entrelace
la plenitud del hoy, para siempre,
para nunca más ser otra cosa que el hoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario