sábado, 19 de octubre de 2013

Otro relato o algo parecido...


LA BUSCA DE UNA IDENTIDAD

Yo soy un impostor, y si no me hubiera decidido a confesarlo es seguro que nadie lo sabría. He vivido la vida de otro. He usurpado un nombre, una familia y un destino. Lo he hecho con total conciencia porque quería, necesitaba, mi ración de felicidad. Me he apropiado de un mundo pequeño, formado por objetos minúsculos, vulgares, usados incontables veces. He simulado hasta construir una identidad a mi medida. Con mañas de artesano, descubiertas al acecho, he logrado modelar una dicha particular y duradera, sin parangón ni emulación posible.
No tengo pasado o simplemente lo niego. He vuelto a nacer, desprovisto de vivencias, como un neonato sin memoria. Nada de lo que me puedan acusar podrá ser confirmado. No existen pruebas físicas, ni recuerdos ni posibles testigos. El vacío no admite condenas y cualquier cosa que digan que no consista en describir el presente: mis costumbres, mis gestos o mi entorno, la negaré bajo juramento ¿no consiste en eso ser creíble?
Hace tiempo que al director de mi Banco le engaño con un nombre falso, un nombre que figura en el carné de identidad que he fabricado con cartulina, tinta y huellas de un hombre muerto, él me saluda casi a diario
-¿Cómo esta usted, señor v? Es un honor que nos visite con tanta frecuencia. Venga, no se quede ahí, le atenderé personalmente. Usted se lo merece todo.
Yo hago un mohín y me dejo querer pues he descubierto, gracias a él, que soy rico. En mi nueva cuenta corriente se desbordan los números como borbotones de cremosa leche, debido a ello recibo del Banco regalos que no uso y cuando llego a casa compruebo no sin enojo que esa opulencia me ha hecho popular entre los vecinos de mi barrio. Odio su expresión cuando me reverencian en las escaleras o en el ascensor, en especial detesto a uno de ellos: Lucio Manteca, un ex-tendero jubilado que habita el bajo. No soporto el sombrero de fieltro bordeado con cinta negra que él agita ante mi presencia al tiempo que dobla el espinazo como un bufón. No es el único que me adula, sin duda todos conocen mi solvencia y esperan reflejos de gratitud por su amabilidad fingida. Aún recuerdo como Maruja, la viuda del quinto, me visitó con una tarta de chocolate que parecía sacada de un bodegón cutre, sus gruesos dedos hacían de trébede y una vela de todo a cien chisporroteaba en la coronilla del pastel como una bengala enquistada

-¿Creía que no me iba a acordar de que hoy es su santo? Vea, le traigo esta humilde tarta hecha con mis propias manos-dijo mientras me la metía entre los dientes

Les hablaré ahora de mi nueva familia. Como yo, son impostores, aunque ellos ignoran hasta los genes con que los fabriqué. Hay fórmulas ambiguas al alcance de cualquier alquimista aficionado, basta con saber leer entre líneas los arcanos secretos de los frailes que antes fueron perversos demonios entregados a la carne y los placeres mundanos. Es mucho lo que pueden enseñarnos esos seres redimidos, lacerados por el peso de pecados eternos, que aún buscan escondite, y que para comunicarse reescriben los códices como si aun vivieran en el siglo trece de una era inaudita. Les conozco bien, y aunque se llamen Mendel y susurren ecuaciones de la herencia exacta, no más les creería que si fueran mendigos suertudos con papelitos engomados descifrando las claves que ellos mismos entierran entre muros de piedra, cantos gregorianos, maitines, motetes, celdas mal perfumadas y rigores de claustro. Son engañadores, al principio lo fueron al amparo del más humano de los instintos: supervivencia; después por el gusto y una afición artística que desafiaba los mismos basamentos de sus creencias; es decir, la omnipotencia del ser divino al que debían mostrar obediencia. Enseguida se coge gusto al poder más absoluto: el de crear de la nada a un semejante. Dice la leyenda que el proceso fue lento y callado, un descubrimiento azaroso hizo chispear los ojos de fray Humberto, el decano de los copistas de la abadía, quién, con emoción, garrapateó la fórmula magistral sobre el pergamino amarillento en una criptografía arcana, y lo ocultó entre los códices restaurados. Para determinar su ubicación eligió una simbología pueril-la que juzgó más efectiva- y se propuso guardar el secreto. No lo consiguió, fray Humberto hablaba en sueños, gritaba confidencias en las horas en que la noche calla. Las celdas contiguas, pese al grosor de los muros, eran traspasadas por la pasión del grito. La vigilia del dos de noviembre el novicio Julián , desvelado, miraba entre los barrotes del ventanuco como el cielo clareaba y una luz de plata invadía poco a poco su modesto recinto, entonces escuchó las palabras del anciano, las inconexas frases entreveraban lúcidos significados que hacían hervir la sangre; la humedad y el frío intenso ralentizaban la llegada de esas extrañas palabras que asomaban vestidas por el eco, rápidamente el novicio memorizó la fórmula y se paso el resto de la noche repitiéndola, con un estribillo que le calaba los huesos y le henchía el corazón. Desconocía, en aquel momento, la verdadera trascendencia, el precio que pagaría por desvelar los signos y confiar en el abad. Creyó, erróneamente, en una revelación divina, hincó las rodillas sobre el suelo áspero y rezó al señor, su dios, hasta que el alba asomó sobre los cerros y un rayo de sol naciente le sonrojó la cara. Este fraile era un antepasado mío y todos nos parecemos a él, clones de un ser superior en perpetua generación, acusado de herejía, flagelado primero, seccionada la lengua después y cortadas las manos para que no pudiera transmitir lo que fray Humberto -celoso, univoco- guardaba.

Unos días antes, el abad, intranquilo, había consultado con fray Humberto

-¿Qué debemos hacer?
-Padre abad, lo que me habéis contado es muy grave. Yo he jurado secreto de confesión y conmigo la fórmula estará a salvo, pero ¿y este novicio? ¿Podemos estar seguros de que no hablará?
-es un miembro de nuestra congregación y puede, como vos, obligarse ante dios a guardar secreto
-yo solo respondo de mi, padre
-¿qué sugerís, entonces?
-el novicio deberá sacrificarse
-¿en qué consistirá ese sacrificio?
-será mutilado de aquellas partes de su cuerpo con las cuales pueda comunicarse
-eso es cruel, fray Humberto
-no hay otro remedio
-así sea, pues

Era incuestionable la ascendencia de fray humberto sobre el abad, la altura intelectual desde la que lo miraba amedrentaba al prior: un hombre humilde, tenaz, débil teólogo, torpe estudioso de textos insignes, hábil menestral ascendido a intendente y de intendente a regidor máximo, esa era su historia, la necesidad dentro de la necesidad, una figura útil y sumisa, un peón travestido, un hombre con pies de barro, un alma simple elevada a los altares.

La conjura se había puesto en marcha, los pasos subsiguientes, dirigidos con férrea determinación por fray Humberto, culminaron en la atroz mutilación; el abad calló y bajó la cabeza, el fraile creyó triunfar, una victoria sobre los fantasmas de la traición. No fue un triunfo completo, la sangre guardó el secreto y se transmitió de generación en generación gracias al instinto de Julián, quién, atacado por un presentimiento, el día antes de la condena, se escabulló de madrugada escondido entre los sacos de la ropa sucia que una carreta acercó al pueblo, allí busco moza para procrear y en un ardid del destino lo consiguió a la primera: ella, la núbil ramera, fue el eslabón definitivo de una fructífera descendencia de seres clónicos. Después volvió a su cubil y esperó tranquilo la sentencia, sabiendo que la herencia quedaba a salvo codificada en los genes, y así fue hasta que esa cadena encontró una mella, esa mella soy yo, ustedes se preguntaran el por qué de mi impostura, la razón es que en un momento determinado de mi existir percibí que carecía de identidad: yo era una caricatura, de ahí la necesidad de convertirme en otro. Soy como una rama voluntariamente desprendida del tronco, caída a tierra, que echa raíces para iniciar su propia estirpe. No es de extrañar que ya no crea en dios, sino solo en mi mismo. Nadie sabe, en realidad, que soy el germen de una nueva raza, o puede que si lo sepan, y sea por ello que empiecen a venerarme.

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