Era la magia de la aventura. Aquel país de agua 
y verde, de silencios microscópicos. De bicicletas 
inmaculadas como una flecha ciega. Fui feliz entre 
curvas que abrazaban mi miedo. La casa grande, 
su fachada de cal y sus rosales, el misterio de la perra, 
blanca y soñadora como un deseo. Y después, los
pilares olvidados en su esqueleto fósil, con las fuentes 
de caballos graníticos igual que adobes sin compañía 
ni edad. El día transcurre, tras el oficio metódico 
del alfayate, el muro bajo, la hierba profundamente 
huidiza en el bascular insomne de los bóvidos pardos . 
La plaza seca y su iris que aún agrupa en las noches 
el coro de los niños. Mi casa no es más que el paramento 
de una aguja llamada suburbio. Suena la robusta noche 
en las miserias del campanario. Pasan azules los 
hombres con un adiós taciturno en los labios. Bajo 
la techumbre de la escarcha, un episodio de insectos 
va y viene como la noria indefinible de algún elefante 
rojo. Yace el columpio. Yace la oscura memoria 
de la luz que solo es tiempo dentro del tiempo.
 
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