jueves, 29 de agosto de 2013

Recuerdos de una amistad perdida

El aguanieve,
el aguanieve
en mi cazadora ambigua.

Mil doctrinas en la noche escarlata, la música del óxido,
las galerías con candelas
que aman el suburbio.

Y mi corazón que se paraliza
como el metal de las hojas de los árboles amigos,
con el misterio de este tren que angustia en su rumor
la piedad de la luna.

Mi destino cruje en los arrebatos de la velocidad.

Hay sombras que pueblan los arrabales
y rumores de pasos azules
o risas o susurros
o silencios
del hombre que mira
su faz en el cristal celeste.

Me duermo entre plásticos,
el olor de las horas gastadas
se acurruca sobre el zinc de tejados impasibles.

La vida no deja de ser vulgar,
lo sé cuando las fotografías me anticipan
islas sin nombre, ceniceros de lapislázuli,
orangutanes de vicios ocres o la bienvenida
que nunca ruge como un sol de verano.

Nadie podrá envolver el sueño que madura.

Nosotros, con el equipaje despoblado, conoceremos la ciudad
-deja que el recuerdo abra sus jardines, que la historia regrese
a los bares anfibios, con sus doctrinas y su cielo
y sus ofrendas amarillas-.

Ya sé que quieres el mar de un rojo perpetuo,
las botellas son faros de esta nocturnidad festiva.

Hay un más allá que no mereces,
pero las olas son viejas, van y vienen,
encuentran su aposento en las raíces del destino.

¿Mirarías en paz a quien anuncia el desorden,
cuando su valentía resulta ser la mentira del canon
y el silencio fugaz?

Transita, extraño amigo, los carros del aire
porque tu luz desordena el ácido eclipse de la muerte.

Tu voz ha sido memoria, cárcel de los versos,
efímera jactancia
de este poema inútil.


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