lunes, 10 de noviembre de 2025

Un viaje del Imserso por tierras de Valladolid

 

El autobús traga kilómetros

como tragaba galletas aquel muñeco azul

de un programa infantil

de nombre

Barrio Sésamo.


Una piedra aquí, otra allá,

el esqueleto del fortín como navío con sus cuadernas al sol.


Un aire sin palomas, vítores y estandartes

en la cruz de mis ojos,

almenas indemnes a la leyenda del olvido.


Y un muro, hábil collar de sillares,

la voz del folclorista sin galardón,

sin trino, sin romance en la aldaba,

sin la canción del pueblo, sin aquel gozo

infantil de los Colegios Mayores.


Y el hotel junto al río con el agua breve de un cauce herido,

rostros que emanan edad, cáliz de hijos, pasos de ángel

en pos de las comisuras del tiempo, y un orador que hila las teselas

de la historia en mosaico de plenitud bajo el dosel del silencio.


Pisadas con eco como ladridos del azar,

aún el frenesí de la cautiva ilusa tras los cortinajes,

la mansedumbre que mora entre rejas

y un salmo o un motete como ataúd de un nombre,

casi viril, por su rabia de amor bajo las sayas de la virtud.


Y en el día clamoroso la parálisis de las estatuas,

el brillo de las ceras, el policromo retablo,

un tapiz que ilumina el sol del invierno,

racimos de ansia en las bocas

y la pasión de los arcángeles

en la desmesura de unas manos

como alas que sufren el adiós eterno

a la vida.


Atraviesan las golondrinas la nocturna estela

donde la química de los mitos, la historia sin disfraz

y el pálpito antiguo de los coros nos permiten

un instante de éxtasis bajo la rosa perenne

que pone en los labios lágrimas de ilusión,

crisantemos de luna que emergen de los párpados de piedra.










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