El autobús traga kilómetros
como tragaba galletas aquel muñeco azul
de un programa infantil
de nombre
Barrio Sésamo.
Una piedra aquí, otra allá,
el esqueleto del fortín como navío con sus cuadernas al sol.
Un aire sin palomas, vítores y estandartes
en la cruz de mis ojos,
almenas indemnes a la leyenda del olvido.
Y un muro, hábil collar de sillares,
la voz del folclorista sin galardón,
sin trino, sin romance en la aldaba,
sin la canción del pueblo, sin aquel gozo
infantil de los Colegios Mayores.
Y el hotel junto al río con el agua breve de un cauce herido,
rostros que emanan edad, cáliz de hijos, pasos de ángel
en pos de las comisuras del tiempo, y un orador que hila las teselas
de la historia en mosaico de plenitud bajo el dosel del silencio.
Pisadas con eco como ladridos del azar,
aún el frenesí de la cautiva ilusa tras los cortinajes,
la mansedumbre que mora entre rejas
y un salmo o un motete como ataúd de un nombre,
casi viril, por su rabia de amor bajo las sayas de la virtud.
Y en el día clamoroso la parálisis de las estatuas,
el brillo de las ceras, el policromo retablo,
un tapiz que ilumina el sol del invierno,
racimos de ansia en las bocas
y la pasión de los arcángeles
en la desmesura de unas manos
como alas que sufren el adiós eterno
a la vida.
Atraviesan las golondrinas la nocturna estela
donde la química de los mitos, la historia sin disfraz
y el pálpito antiguo de los coros nos permiten
un instante de éxtasis bajo la rosa perenne
que pone en los labios lágrimas de ilusión,
crisantemos de luna que emergen de los párpados de piedra.
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