viernes, 30 de marzo de 2018

Ropa

En su reverso piel, olor, forma, dejan un halo invisible.
Me gusta la displicente caída del encaje, el algodón
o el nylon entretejidos como el símbolo de una arcana religión,
los pantalones doblados por la efímera rodilla,
las camisas abotonadas hasta el alzacuellos de plástico,
el orden inmaculado de las prendas interiores en el seno
de un rectángulo de pino. Y el perfume de la lavanda
o los pliegues amorosamente pulidos por una manos de niña,
la ternura de un abrigo que se posa en los hombros
igual que un ángel de amor, el roce del canesú,
la orgullosa rebeca, un jersey olvidado en la juvenil edad,
la chaqueta de lana y sus desiguales rombos, el arrullo
de una falda gris, la seda primorosa del fular, el color,
la vida, escritos en la lisura de los armarios, la frecuencia
con que los cuerpos habitan su perfil de madres amantes,
de herencia común donde se visten los misterios, los sueños,
y, alguna vez, las derrotas que acompañaron nuestras noches.

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