Como el brote de un manantial
mi universo crece.
El equilibrio en que el instante concibe la luz,
la ruta que, en un adiós, destruye el silencio,
los ojos que atisban la noche
igual que cometas exhaustos.
He ahí la llama fértil de la pasión.
Se despiertan los delfines sin un mar,
ratones ciegos ignoran la verdad del sol,
el ansia emerge
hasta el albor de un día
sin cenizas
ni pesadumbre.
Son los acantilados del ensueño,
la virginidad perfecta del arrullo,
la calidez de la piel
que inunda de esporas el frenesí
hasta el aullido blanco del éxtasis.
¿Y lo que vendrá?
El río guarda la memoria del río,
así el caudal del amor y sus signos.
Antes o después
se desvanecen las orillas,
un suburbio se agita con el oropel de los años
y ya no vive la ternura
en la inocencia del deseo.
Desde el ayer
los cisnes pasean el orgullo álgido de su estela,
somos el volátil gesto del pájaro
cuando no haya destino donde abrigar su inercia,
ni palabra ni voz que, al fin desnude,
su viaje de luz en la calígine
hacia el faro sin rostro de la edad.
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