El niño eleva la voz, sufre.
Hay un canto en los narcisos
del alma que es su razón y su
cordura. Crece, insomne y perverso
como un laberinto deshojado.
Su fiebre es un capullo rojo y fétido,
se envara como la luz mortecina
de un sueño, igual que un hombre
que exhibe el latido y lo ignora.
Pronto fingirá que ama el camuflaje,
la insípida humildad de los ojos
transitivos. Y será poeta o nada.
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