En la alegría de las palmeras late un sol.
El laberinto de las rúas grises nos nombra,
dividido el cuerpo, aleteado por el mosaico
de rumores, invadido de calor el pulcro espejo
de la tarde. Tú visitas la cicatriz de un teléfono
móvil cuando el vigor de las avispas cruza
de este a oeste nuestra caída. Llega el mensajero,
su caballo de metal ruge en las esquinas prohibidas,
el corazón alegre, la mirada nocturna. Dentro, el silbido
de los romances, las placas que recuerdan el transitar
efímero de las hebillas granates. Son cien escaleras
para un solo músculo, su espacio agujerea las rosas
aciagas del misterio. Tus pasos aquí son la duda
abierta al frenesí y al mito. Huye el eco como
un pronombre azul, el televisor enmudece
desordenado y múltiple, desvaído y tenaz.
Es fácil dormirse con la voces del plenilunio,
entre los adioses y las zapatillas olvidadas,
entre los desayunos que ruedan y ruedan
como el ayer vencido.
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