La redondez metálica de los globos
y la urdimbre como vísceras grises al sol.
El artificio real de lo mínimo entre la hojarasca del otoño
y las sombras que aún invocan a la cruel
magnitud del imperioso afán de poseer
el corazón virgen de la inocencia.
Pero hay otro bosque con laberintos de cristal,
reflejos de la luz en las fachadas de un iris confuso.
Vacíos pedestales de silencio entre columnas
sin memoria, banderas infinitas que no mueve
ningún viento, automóviles como ataúdes
donde viaja la avaricia de los ministros.
Y, sin embargo, está la música honda del trovador,
su estatura también es negra, en su rostro
los mil pájaros del sentir son una verdad dulce
de sílabas heridas.
Tras el rumor del tránsito la galería donde el lujo
no anochece, y después la canción del agua,
el festín enmascarado del niño
hoy de poncho, espuela y sombrero de paja
que licua el aire con el arco
traslúcido de su orina en flor.
Por fin la joya dorada y azul, esos lápices hermosos
que izan sus puntas como si fueran a escribir en la luz
un epitafio gremial de anacronía infeliz.
Es la plaza que reverbera bajo el flujo eterno de los relojes
y la sed olvidada de las palomas.
Alguien dejó su vómito sobre los adoquines
y en la mácula vi el perfil de un país de África
al que llamé
horror.
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