En los orígenes fue la supervivencia entre el entrechocar
de las tibias y el gutural grito del vencedor.
Imperios cuya ambición recorrió estepas, desiertos, bosques,
traspasó las fronteras con fuego y sangre en las espadas.
Caballos al galope, formaciones rectangulares al asalto
de empalizadas, el rumor de la batalla en la lejanía
como si fuera el bramido de un dios insaciable.
Las guerras contra el infiel y entre fieles,
en el mar los crujidos de las amuras,
los obenques rotos, el naufragio
entre olas febriles y, luego, en el futuro
sobre petróleo en llamas.
El exterminio sistemático y las utopías rotas,
ambas herencia del siglo veinte.
En la cruz resiste el símbolo de la fe, la pulsión suicida
que teñirá de púrpura occidente, en la realidad el constante
sufrimiento del débil, en los ojos el estupor
de las bombas, el llanto y la orfandad.
La ambición desmedida del capital, el que sueña
con retornar a la gloria pretérita cuando tras el medievo
su país subyugó a la tundra, a la taiga y a los ríos helados.
Y el voto infantilizado que carcome las democracias,
el ignorante que otorga el poder al que deshonra la política,
al de la voz en soflama, al terrorista de la paz,
al que confunde y miente, a los que mal señalan
las coordenadas por las que navega este mundo
a la deriva.
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