miércoles, 27 de febrero de 2013

Dejando que el tiempo pase


En la rótula de la humedad permanece mi infancia.

Ningún gesto, ni la memoria ni la piedra, ni el margen
de la incomprensión dejará su marfil en el calendario.

¿Quién no ha sido crisálida en el pantano nuevo?. ¿Quién
no arrojó la astilla que asfixia entre rocosas estatuas
el frenesí?

¿Y dónde la flor cuando amanece el verde en la prisión
y es el tacto la rama vieja, una sonrisa amable?.

Huele a sinfonía de futuro, pretil del día de cada día, mientras
naves intergalácticas se posan en tu pelo de margarita.

No miro las saetas porque existe un puente entre abril y el sueño,
en él las palabras arrojan su semen de desventura sin esperar oráculo
o canción.

Al amanecer espío el regreso de las aves que pueblan los tejados
de melancolía, hacen el amor como plumas metálicas, ingrávidas
en su zureo invernal.

Desde mi habitación descubro el temblor de la gárgola,
esa maravilla que el soliloquio envuelve con reflejos de luna,
metamorfosis de tálamos.

Entre las seis paredes el rostro de Mao dibuja una sonrisa perdida
(guardo aún los libros invencibles del misterio, la parusia sin ejes,
el sólido grito de la rebeldía, siniestro, amable. Loco).

Mis recuerdos son como una brújula ciega que parpadea ante el cuervo
que luce sotana y alcanfor. En las venas la sangre no conmueve.
Su mercurio es lluvia, su corazón una herida que fluye.

Nadie conoce el hostil aullar de los caballos, nadie atesora
la plata que se acicala y se dobla como un tallo de algodón.

Es sabia la vida cuando su apetito languidece y nos circunda
como hiena o crepúsculo. Detalles invisibles que serán la firma
de un pequeño dios, tan ínfimo, tan abstracto, tan apellido del ser.


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