Aún llueve en mi ataúd. La memoria de los pasos
es diminuta, igual que el abrigo que enciende mi cuerpo
o las horas que la tarde muerde con su lluvia transparente
o su equinoccio de almíbar. Tu rastro es inmortal, el corazón
de tus alas huele a mimbre, a verdad o a deseo. En las ventanas
no existen parasoles, allí la virtud juega a la blancura de los
pensamientos, al ojo abstracto que cumple su designio.
Las caricias de este hotel tiñen de amarillo las raíces secas que
no nombro, la palabra que buscó el hueco en las máculas
del plenilunio. Y sin embargo cada vez que me agrieto surge
tu alba, en promontorio, en laberinto azul. Hay códigos que son
como amapolas de un vientre eterno o pequeñas huellas
de un manantial apenas herido como si el sol de la pantomima
rastreara un teatro de párpados o tibieza. Yo no espero una mirada,
tampoco la misericordia de un menú gastado cuando las branquias del niño
te nombran. Hay herencias que adivinan el bosque, racimos escarlatas,
orugas que amanecen sin el esplendor del mediodía. Hemos hablado
de la verdad o de la mentira, del viento norte o del viento sur, de tus
rizos sin esgrima, de mis manos que ya no amparan el inútil
humo del vacío. Son la doce de una noche inacabada, los
comercios mueren… los transeúntes se arrojan al cálido eco
de sus hélices, pero tú y yo estamos aquí, con la mentira
y el dolor y éste tiempo que se agota para no volver. ¿caerán por fin
los adjetivos, los pronombres inversos, la sintaxis irreal del futuro?
Te vas con el insomnio de un mañana, toda tú incendio y negrura,
participio que invade mis rodillas de pájaro sin vuelo, hermafrodita
ejemplo de la virtud, rotura de pedestales que ya no suenan.
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