Lo que pueda sentir la noche
no nos pertenece.
Brillos sobre el agua, el rubor o la campana
que olvida su signo, la raíz de una escalinata
que es misterio de dudas impares
en la fría quietud de noviembre.
Volverá el silbido de los pájaros
a morir en los azules ejes
de un bar.
Tú y yo, nocturnidad que no cabe
en dos peldaños heridos,
luces que calla el verbo transeúnte
y no proclaman la humedad del vicio,
sólo la sintonía oscura
de madrugadas sin jazz,
bajo el desliz de las horas
que han preguntado por un nombre,
una huella,
un círculo.
Nada hay más triste
que una vocal sin labios,
así los iris que han dejado de ser espejo,
trasluz o penumbra.
Cada sinrazón que crece en mí
añade flores de incienso
a la plegaria del porqué,
al anuncio triste de la caducidad.
Que sean los ruiseñores la verdad escondida
de esta muerte que invita al agua,
al fluido, a tu saliva
que ennegrece la virtud fósil
de un reloj varado.
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