En la inmensidad del silencio tañen las campanas
un ritual de sombras, duele el ayer como duele la respiración
cuando son de hielo las moléculas del orden
que atraviesan las conductos filiales
como espinas que se clavan en la memoria.
Sentencia del crepúsculo en las pestañas
que han llorado por los tibios eclipses del dolor,
mortecino el alfil que aún recorre los mapas
de una singladura sin álamos a la vera de ríos sin caudal,
y este atril de luz que en mi rostro de carne envejecida se vence,
esta ceniza de orgullo que tizna mis manos,
aquel reflejo de éxtasis, de luminaria en flor,
aquella imagen de pájaros bajo el azul,
la celosía a través de la cual se adivinaba
un rubor blanco de jazmín en tu piel adolescente.
Todo es piedad, carcoma en el rubí que ya no luce púrpura,
y equinoccios como una red de fantasía
que al recordar su dibujo se transforman en misterio pétreo,
en algas de un mar estéril, lago casi, estanque, pila,
vidrio que contiene una lágrima, un átomo invencible
que aguanta la plañidera canción de los relojes,
el frío del solitario en su urna de cristal, tu voz tras el lienzo,
tus pasos deslizándose como canoas de senectud
por los canales en sombra de la casa,
los espejos velados junto a los búcaros vacíos,
los libros, los candiles, el marfil y el oro,
la luz insomne, este arroyo que estrecha sus orillas
hasta que ya no fluya por su cauce más que un latido,
un pequeño latido que solo yo escucho, lentamente, morir.
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