sábado, 23 de junio de 2012

Un poema de Jon Juaristi


Sátira primera     (A Rufo)

Te has decidido, Rufo, a probar suerte
en un certamen de provincias donde
ejerzo casualmente de jurado,
y encuentro razonable que me llames,
al cabo de diez años de silencio,
preguntando qué pasa con mi cátedra,
qué fue de aquella chica pelirroja
con quien ligué el ochenta en Jarandilla,
cómo siguen mis viejos, si padezco
todavía del hígado y si he visto
a la alegre cuadrilla del Pecé.
Pues bien, ya que deseas que te cuente
de mí y mi circunstancia, has de saber
que un punto de Alcalá me la birló,
en Jodellanos gran especialista,
a quien pago el café cada mañana
y sustituyo volontiers los días
en que marcha a simposios en San Diego,
en Atlanta, Florencia o Zaragoza.
Se casó con Gonzalo. El hijo de ambos
va al colegio del mío, pero en vano
acudo a todas las convocatorias,
reuniones, funciones navideñas.
La pícara me elude, y yo departo
interminablemente sobre fútbol
con el cretino del marido, mientras
asesinan los críos una sórdida
versión del Cascanueces. Bien conoces
al pelma de Gonzalo. Creo, incluso,
que fuiste tú quien se lo presentó.
No pruebo ni una gota últimamente,
después de la biopsia. Te confieso
que añoro aquellos mares de vermú,
aunque el agua es sanísima. Vicente,
antiguo responsable de mi célula,
es viceconsejero de Comercio
por el Partido Popular, y, claro,
se mueve en otros medios. Otra gente
parece preferir ahora Vicente.
Mis padres van tirando. Cree, Rufo,
que nada tengo contra ti. Al contrario,
te recuerdo con franca simpatía.
Sobradas pruebas de amistad me diste
en el tiempo feliz de nuestra infancia.
Es cierto que arruinaste mi mecano,
que me rompiste el cambio de la bici,
que le contaste a mi primera novia
lo mío con tu prima, la Piesplanos.
Eras algo indiscreto, pero todos
tenemos unos cuantos defectillos.
Veré qué puedo hacer. No te prometo
nada: somos catorce y, para colmo,
corre el rumor de que Juan Luis Panero.

De Los paisajes domésticos 1992


sábado, 16 de junio de 2012

Invitados a una fiesta


 En sus trajes crecen el sarmiento y la lujuria.
La sombra de las sombras busca un color
que divida el sueño. Hay hormigueros en árboles
sin paz, hay rostros en el adoquín como carátulas
viejas. Sí, la raíz y el corazón que sucede, un párpado
con ojos inciertos, la aventura de una lágrima que
fue ciega y transparente. El tránsito, el tránsito
es un enigma que se abre en mar con los penúltimos
alfiles de  la pulcritud. Qué hermoso el lánguido gesto
de la pilastra, su cal y su arena, su fingida virtud
de satélite. La forja de un balcón responde a las
rotundas caderas de la impaciencia, la plaza ya no
dibuja su faz, los latidos no alientan el albor de
un recuerdo. Caminamos hacia la memoria, como
remotos cipreses del azul o gabardinas que descubren
la lluvia en cálidos enjambres o en sinuosidades blancas.
¿Y la palabra con su ruin espejo? Un rio es una pregunta,
las escaleras que devoran los cuadros fingen ser un don.
El desencuentro se orilla como un delta en la quietud de la fe.
Hablan las máscaras con el labio mecánico de los príncipes.
Ella es la luz, la historia  que arbitra el incienso. El tejido
del cristal configura un sueño y su nave. Riegan los vinos
el mapa del coral y nosotros, súbditos del viento, ejercemos
la caricia con el orgullo innombrable de cualquier ajenidad rota.

viernes, 8 de junio de 2012

El dolor de la introversión


Había llorado un nenúfar en tu nombre. Pero el tren,
pero el tren se abrió en horas de suburbio. Un taxi
o una efigie, el terror de los semáforos y un jardín
sin olvidos como espejo o lujuria. No volverás a ese canto
que desnuda su rótula, al ritmo alegre de los danzarines,
a su aspecto amargo de desencuentro. La urbe se recoge en alas,
bullicio y nostalgia, bares abstractos de un rojo oscuro,
y la anemona gris, esa chispa que enciende la memoria
entre el alguacil y su herida. ¿No podrías dibujar un lápiz
en tu noche como la atmósfera que llega regia entre miércoles
y sobriedad, noctámbulo timbre del neón?. Hoy esperas la
madrugada que ya no encuentra el tañido de los autobuses,
hoy mendigas mil quilómetros de agua o sonoras carcajadas
cuando agitas tu verbo infantil. Responde la palmera como
un ladrido, y su voz escapa tras el diapasón o el oasis
de tu virtud. Ah! el orgullo que abandona la piel y regresa
a los estados del sueño doctrinal, a ese cruce de caminos
que apenas te nombra, al sudor que un sábado deposita
en bolsillos sin mar, tan ajenos al film que ama tu náusea.
¿Y qué de las enormes estatuas que no contestan, del vino
que aprisiona los abismos que ya no sincronizan?. Buscaré
el oído exacto de la luz, cuando una seña es sólo polen
o círculo o simple destino sin matriz. Los caballos del horror
son blancos y negros como ciempiés en la nube que extrañamente
te ampara. Hoy descubrí tu lienzo, casi la persistencia de un mirar
ambiguo. Siempre la ciudad con su doblón  y sus cánticos,
siempre el rastro de algún baúl invisible. Todo por un  minuto
volátil como el aceite de los días, sabor que inmiscuye a mi
esqueleto con ramas de azúcar, que se alejan, que se alejan.







domingo, 3 de junio de 2012

Medea



Hábil el ojo oscuro de la ambición.

Su patria es un hogar neutro pero hay racimos
en desorden, esquinas que adoran a un dios infinito.

¿Qué sabias tú del sol inmortal, qué del mapa o del infantil
guerrero con su talud sin águilas?

En los vientos de tu sangre el presagio se oscurece
y son lágrimas los alfiles de tus manos junto al orgulloso
sigilo del tiempo.

Ayudarás a la carne, y el deseo o su verdad guardarán para siempre
el eco misterioso de las encinas o el callado elixir de los sátiros.

Y ahora el mar, en los surcos de tu piel. El héroe calcina su decreto,
te venderá al sol después del naufragio mientras tu corazón se agrieta
como un pantano triste y desventurado.

¿Es quizá tu promesa un lazo de virtud o un sarmiento
que pervive sobre las alas atónitas de la edad?

Hechicera y virgen, audaz y roja como un pedazo de magma.

De tus rodillas surgirá la pócima de la locura, la estratagema de la piel blanca,
los ovarios dóciles de la especie.

¿Qué te espera sino el silencio, tal vez la metamorfosis insomne de la traición,
la llama triste de los cometas?

Sientes en tu sangre el ardor anfibio, viejo como la senectud de las estalactitas.

Nada hay más precioso que el metal pulido que destella su nieve. Tus hijos
te avergüenzan porque sus ojos guardan la memoria de una pasión inmadura.

¿Para qué Medea tanta sed perdida?¿o es que ya conocías el ángulo exacto
del dolor?

En el exilio encontrarás lo que la historia te niega.