Entre palacios rectangulares duermen las estatuas el sueño de la gloria marchita, atardece junto a la casa a la que le nació un bosque en el rostro, ventanas sin cristales igual que ojos de legañas verdes, fluye el río por su pequeña vena de muros grises, suvenires en los comercios del extrarradio, superchería infantil de los rasgos que dan prestigio a la historia de una ciudad sin arañas de luz prendidas en los salones, sin ornamento en las miradas ni galopar de caballos alejándose por las puertas de columnas dóricas hacia el clamor que repica en la plaza como el susurro de un vals crepuscular, parques indolentes, pérgolas sin flores, patios con ecos de bruma, banderas barrocas sobre los dinteles, decrepitud de fachadas que han perdido el color, el blanco y el rojo en los mástiles, el águila y los estandartes a media asta, mientras la música como un aire errático se vierte desnuda de prodigios, cercana al sur o al norte, al este o al oeste, viento de sinfonías en las calles, cal muda que se impregna a la piel y trina como un pájaro, sin la voz de la gran dama, ni el grito del tenor ante la mecánica sonrisa del archiduque, y los polvos de arroz que blanquean la faz indolente de la desdichada mujer que devino en leyenda de mártir con collares en el pecho y una peluca donde relucen mil dijes de cristal como lágrimas de un sol caduco.
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