miércoles, 13 de noviembre de 2024

Dios mío, ten piedad de mí


Es blanco el mar o lo fue en el sintagma que describe

la insólita armonía de los planetas, dije yo seré, qué,

nieve, azúcar, algodón, nube, pero era verde

como la esmeralda que nunca vi,

era azul como los ríos de lava en mundos desconocidos.


Quise comprender las palabras que mordían la noche,

el sol de los vocabularios cuando el álgebra inclemente

se volvió sombra en los códices bajo unos textos

que nadie consiguió descifrar.



Quise volver al origen multicolor de los barrios donde nací,

no lo logré: hoy son presencia de espectros, plazas invertidas,

chirrido inaudible de patinetes; antes basílica de juventud,

memoria urbana del crepúsculo, madrigal de los éxtasis en flor.



Fui la espera del vigía justo cuando la bruma ignoraba

los rostros que han puesto proa hacia las islas del olvido,

con sus bajeles que no han cesado de viajar

por los deltas de unos días sin océano

en que verter las esperanzas crecidas tras los ojos del ensueño.



¿Y tú qué ves ahora, tal vez rosas rotas en catafalcos de herrumbre,

jardines que regó la lluvia que manaba de tus dedos

como un rocío infantil apenas esparcido por la brisa

que los relojes dejaban como una huella en los círculos del tiempo?



¿y el amor, el deseo, su cáliz herido, la rubia candidez

que me pobló como una ola, tan próxima a mí,

a la que puse alas para descubrir que no era pájaro?



Pisan mis pies espinas que ya no duelen y no soy héroe

ni hay en mi frente ningún orgullo que corone el desliz

que acompaña al río que invita a mi ser a derramarse,

igual que un búcaro cuya pared se agrieta y filtra la epopeya

del recuerdo con esta voz que llama a quien ya no está,

muy bajito para que nadie escuche el diálogo eterno

que sacia mi sed, tan viva como la luz que nace de mis ojos

aún ardientes como teas en la cueva donde, la piedad, aguarda al futuro.

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