jueves, 1 de diciembre de 2022

La luna, al atardecer

 

Siempre busco la luna al atardecer,

su ojo, en ocasiones totalmente abierto,

en otras medio oculto bajo una pestaña

con forma de alfanje o de hemisferio,

se convierte en un candil, en un metal precioso,

en una canica suspendida sin hilos ni cuerdas,

ni alas ni magia, sin un teatro detrás,

a no ser que a Dios le adjudiquemos su obra,

un grano desprendido de su índice como una lágrima de luz,

como una perla traslúcida, como una guadaña febril

que invita al sueño, a la locura del amor, a la lírica de los poetas,

a que la imaginación de los niños la pueble con pequeños cisnes de plata,

al misterio y a la oda, al canto de los planetas no visibles,

al brillo de las constelaciones como espirales o cúmulos lácteos,

a los cinturones celestes y el cuásar,

a la aventura cósmica de un nuevo Jasón.

 

Cuando la noche llega, la luna es la eternidad y el olvido,

yo la busco al atardecer porque entonces está alegre,

alegre de que el sol le ceda por unas horas el imperio de la luz.

 

 


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