Indistinguible la luna que arroja en los pechos del tiempo
su luz ingrávida, mis ojos de letanía, mi cenefa en arrebol
como fiebre altiva de narcisos brillantes
recorre la distancia que en los ecos es azul
y en el mar desnudo un rayo sin longitud.
Una sombra atlántica, un eje vertical sobre el que extienden
las vértebras su red de silencios, su geoda de armazón gélido
es mi patria y mi sueño.
En mis omóplatos la nieve de los epitafios surca como cicatriz
la noche sin músculo del azar y ya no distingo esa línea de lápiz,
ceja sin rubor que palpita bajo la escarpada piel.
Quizá una mínima fibra al fondo de la tenaz estepa del tiempo,
posiblemente el asomo del corazón como un labio con el púrpura oscuro,
tal vez un hilo de orfebre, recamado sobre la palidez infantil
de un cuerpo que ama la indiferencia del mármol
me amparan.
¿A qué sima de ángel, a qué pozo, a cuál abismo se asoma mi fe?
Crece la rugosidad como una planta noble entre los árboles de mi vello encanecido,
nadan las augustas panteras por el río inaccesible de mi sangre.
Y una voz sin memoria es herida por la mirada ciega
que descubre tras lo opaco del artificio
un renacer de palomas sin ojos.
Y entonces, solamente entonces, se abre la orquídea febril
y ya soy caída, y soy el túnel
que oculta en su seno una extraña luz.
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