martes, 21 de octubre de 2025

La hendidura que habita en mi cuerpo

 

Indistinguible la luna que arroja en los pechos del tiempo

su luz ingrávida, mis ojos de letanía, mi cenefa en arrebol

como fiebre altiva de narcisos brillantes

recorre la distancia que en los ecos es azul

y en el mar desnudo un rayo sin longitud.


Una sombra atlántica, un eje vertical sobre el que extienden

las vértebras su red de silencios, su geoda de armazón gélido

es mi patria y mi sueño.


En mis omóplatos la nieve de los epitafios surca como cicatriz

la noche sin músculo del azar y ya no distingo esa línea de lápiz,

ceja sin rubor que palpita bajo la escarpada piel.


Quizá una mínima fibra al fondo de la tenaz estepa del tiempo,

posiblemente el asomo del corazón como un labio con el púrpura oscuro,

tal vez un hilo de orfebre, recamado sobre la palidez infantil

de un cuerpo que ama la indiferencia del mármol

me amparan.


¿A qué sima de ángel, a qué pozo, a cuál abismo se asoma mi fe?


Crece la rugosidad como una planta noble entre los árboles de mi vello encanecido,

nadan las augustas panteras por el río inaccesible de mi sangre.


Y una voz sin memoria es herida por la mirada ciega

que descubre tras lo opaco del artificio

un renacer de palomas sin ojos.


Y entonces, solamente entonces, se abre la orquídea febril

y ya soy caída, y soy el túnel

que oculta en su seno una extraña luz.

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