sábado, 2 de noviembre de 2019

La canción del aire

Se abre mi boca y recibe rostros, viento y sal.

Un boca pequeña,
taraceada por surcos de légamo,
sufridora fauce
apenas húmeda,
pared de piel en su orden liso,
jardín de palabras sin resuello contra la grieta,
la virginidad de un opúsculo,
saliva incandescente
en la orilla de una verdad muda.

Respiro todo el cosmos invisible,
las hojas de noviembre en mi cerviz,
árboles de otro tiempo, lápidas de mármol con números de esparto,
la metamorfosis del volcán que hiende mi lengua,
fábrica de papilas o herencia en el rubor
de un presagio ya muerto.

El aire danza en la noche con el alma del niño que azulea,
la colina y el río suenan a campanas rojas,
hay una doblez de ciudades o templos que no logro decir,
que duran como dura una cruz
en la congoja del mártir.

Yo sé que el olor de las plazas,
el dulce latido que nombra la luz,
los ojos sin espíritu del anciano,
el círculo de los vocablos
que giran sobre las norias de los lugares rotos
me buscan en mi refugio anárquico,
pulmón de infinitas habitaciones: lámpara, espejo, sombra.
Tibia la oscuridad entre los párpados
bajo la nervadura de una flor de sangre.

A veces un hálito frío de invierno penetra mi débil razón,
los orificios y su bosque atrapan el oxígeno
con la avidez de quien oculta su estertor a la luz;
y lloro en silencio mientras acompaso mi respirar
al ritmo de las olas que, vagamente, ahítas de espuma
jamás estallan.

Así aprendí que la vida sigue la canción del aire,
que el azar es como un frágil suvenir de volátiles ejércitos
contra los que nada pueden
el deseo
ni la memoria
ni el olvido.

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