Te veo en el ramal infinito donde habitan los rostros. 
Hay un viaje de glándulas en tu ser y mil orificios, 
arterias cuya muesca resplandece como un sol 
al paso del oxígeno puro. Y, sin premeditación, 
cómo transportas los sucesos invisibles que bullen 
en el plasma igual que náufragos en un mar purpúreo. 
Cada latido impulsa tu nobleza, la diástole o la sístole 
son las hermanas que besan tu raíz antes del efluvio. 
Giras en el capilar, encumbras la vida en un sueño 
de árboles gigantes hasta el jardín en que depositas 
tu lágrima roja, ese óbolo que renace al morir. Tu color 
me recuerda a una aurora virgen o al fruto perfecto
del fresón maduro. Tu río es un episodio que crece 
en el abandono porque se sabe círculo y memoria 
de una estirpe. Siento el fluir de tu inmortal ejército, 
la luz que siembra una semilla en mi corazón, el presagio
que, una vez cumplido, cerrará mis ojos con la voz de un ángel.
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