jueves, 22 de agosto de 2019

Observando a una joven que lee en el Café-bar

Lentamente ondea el pelo como un ave que retoza
en su nido. Recostada, la blancura del cuello,
delgado, frágil carne contra la luz, alza el esculpido
rombo del mentón. El perfil se insinúa en efigie de color,
la esbeltez de una callada pierna se cruza con la otra
en displicente gesto de caricia. Fuma un cigarrillo
negro que se hunde en el labio de rojez infinita,
las mejillas se pliegan en un misterio incandescente,
sonríe para sí hechizada por un poema de amor,
sus ojos inclinados sobre la pátina del papel,
las cejas finas levemente elevadas como dos
arco iris oscuros. En su voz la memoria de los ritos
y el fragor infantil de un aire sin paz. Sufre el pecho
la prisión de la tela, el vientre suda el perfume añejo
de la atracción y de la perpetuidad de la vida. Hay
en su mirada un idilio de mares que va mojando
el tiempo compartido. Se irá con un rumor verde
en la pupila a entregar su don a otra piel y a otro
nombre. Quedará su fantasma en esa silla.

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