jueves, 8 de agosto de 2019

Entre turistas por el casco viejo de Santiago



Baja hasta el candil del mediodía el rombo exacto
de la lluvia. La piedra esconde un dibujo, cubre de algas
la faz del tiempo, incendia los labios de los perros,
ausculta la sed de los caballos en fuentes primigenias
donde el misterio es una tiara de largos anzuelos de cobre.
Están aquí las columnas, delgadas, desnudas, un ejército
de pilares donde cada rostro encuentra un signo, un ave rapaz,
una lujuria de alcanfor y tiniebla. Me aproximo a un rubí,
el rubí de los bulevares inexistentes, un enjambre devora
las arcadas, los films que llovieron, el artilugio de la librerías
con mi apellido en las páginas en blanco como un sudario inocente.
Un cristal azulea en el mínimo espacio que el sol regala,
los transeúntes son la razón de las horas del día y de la muerte.
Hay un repicar de campanas en la lejanía, allí, allí en el dolor
de no poder lanzarme a la luz, a la humedad, al viento
y sus hemisferios. Ah! qué pálpito de estrellas en el vientre
y qué sirenas inmaculadas en la vespertina ausencia de la noche.
Mil veces detenido junto a las estatuas tan próximas al rosal, una locura
que me transmiten los gatos harapientos, como un enigma gris
mi sombra escarlata. Quise ser teja en los tejados, losa de agua,
intersticios de aguardiente en mis omoplatos infantiles.
Quise el cuerpo imaginario de una mujer vestida de juncos
y anís. Nada sobrevive a los chapoteos que las charcas niegan.
Si hay senectud es la del olvido, si hay memoria es la del instante
en que, sin espera, regreso a los balcones y a los espejos
que añoran el paso ágil de los fantasmas.

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