jueves, 20 de febrero de 2020

Solo entonces comprendí

Todos los nidos han muerto.
Una galería de voces y un olor a sábanas viejas.
Crujían los escalones como si pisáramos le piel de los murciélagos,
su sangre azul, desparramada.
Era tu hogar un laberinto de puertas sin alma,
la confidencia tras el ardor de la noche, un jadeo que entristece la luz.
Existió en tus ojos la sed monacal que no pregunta,
te fuiste hacia los siglos y los bajos fondos del futuro,
poblaste los cabellos del devenir con tus ovarios de ninfa.
Esta casa tenía un patio blanco y una verdad oscura,
metros cuadrados de insomnio y una cicatriz en el sofá
con la ceniza de tu nombre. Me llamaste y yo vi la hora palpitar
y vi tu cruz de espanto, recogida en la habitación,
ovillada de luna. Solo entonces comprendí
que, al fin, éramos uno.

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