lunes, 3 de febrero de 2020

El joven que leía "Sinuhé el egipcio"

Así, en mi rostro, las briznas del agua,
un rocío de pavesas cargadas de luna,
el misterio en los portales donde se abrazan las niñas,
los neones que ocultan el sol de los cuerpos,
la dentadura gris de quien no ríe.

Mañana la soledad del tren será mía,
los espejos llorarán como estalactitas rotas
cuando lo que llegue del futuro
escriba un poema en el bisel de la luz,
tan cómico, tan irreal.

Guardo en el pantalón un mapa encendido,
las islas son lágrimas de mármol sobre un océano sin galeones,
yo veo los cuervos y las dunas,
el hambre hospitalaria,
toda ella volcán ausente.

Los pasos de la vida son noches errantes,
mi idioma no ha nacido
ni los lagartos buscan aún la sombra de los cometas.

Junto a mí hay una extraña compañía,
la tez de un músculo que morirá,
el crisol de un libro
-la pirámide en los ojos marrones de Sinuhé el egipcio-
que cubre el regazo de otro mortal,
suena una voz en el traqueteo de este tren olvidado,
invisible como un duende que flirtea con la madrugada.

Camina, caminamos, con el reloj que no calla,
veo candiles donde resplandecen las acequias
y un sudor campesino en las fraguas.

Le quiero hablar al joven sin historia que me mira,
sé que su gabardina se volverá vieja, inútil,
cuando un oasis pregunte por su niñez.

Tengo un avión en los bolsillos
y un dibujo en el dosel de las noches sin paz
como puertas cerradas a la luz.

Quizá un aire sin patria
o el tizón que florece en las rosas de marzo,
o el boj que solo espera un signo,
la calma en un océano tan azul como el miedo,
me arropen y yo sueñe con las islas,
con el licor de sus cactus,
su caliza negra, sus orillas que sollozan
por un continente que las ame.

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