miércoles, 19 de febrero de 2020

El regreso de la alondra

Te vi y de tu voz brotaban serpientes, de tu marfil
la sed de las sirenas, en el ojal del silencio
un cosmos de partituras por componer
y un rastro de ángel en las axilas de la luz.
Yo te comprendo, la juventud es un toro
que embiste círculos de estrellas, solo quieres el rubor
que la noche mata, solo la mordedura en las ingles,
el aire exacto en que las nubes del sexo estallan
como risueños acólitos del éxtasis. Acompáñame,
sé mi sombra, sé el espejo que adelgaza la inquietud,
la cornisa que se vuelve tobogán, caída inmortal
desde las rodillas ancladas hacia el agujero flamígero
que absorbe a los pájaros, tan ciegos como tú
en la insondable entrega que concibe un alud.
Ya ves que no hay muerte cuando dos cuerpos lloran
bajo una sábana en llamas. Me susurras el himno
inventado del amor y yo te escucho, porque soy piel
y soy tu nombre, y soy la alondra que regresa al ventanal
como si una herida nos escogiera para ser la luz entre la umbría,
el crisol que incendia el confín de tu mirada.

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