Esta espina es demasiado vieja.
¿Ha perdido, quizá, la esencia del dolor, 
su mensaje certero de dardos silenciosos, 
la turbia mansedumbre de una luz 
que apunta a la noche más frágil? 
Toda herida sucumbe al sueño. 
Tú me dijiste: “hay algo en tu interior que no es puro, 
deja que tu boca escriba las palabras del miedo 
sobre la túnica fósil del perdón”. 
Pero no es así, madre, 
porque las llagas gotean 
como fuentes de insania 
y no existen latidos blancos 
que laven la injusticia de una culpa de plomo. 
Tú también deberías saberlo, padre mío. 
En ti, en tu formación de juez 
hay islas en las que náufragos de la desesperanza 
encontraron un puerto amable., 
una historia de comprensión y sabiduría, un fiel 
que iguala los destinos 
y les da calor y equidad. 
Pero no para mí, padre. 
Para mí esa venda 
que enciende círculos nocturnos 
en la adolescencia sin mácula. 
Para mí el ahogo de imaginarme destino fatal, 
huella voraz que exige un trozo de ternura 
o un sacrilegio que condene al instinto 
y lo vista de podredumbre y suciedad.
¡Qué infinita equivocación,  
qué extraño cepo que soñasteis flor me aprisiona, 
qué dormida serpiente queréis despertar 
en mis ojos, en mi faz, en mi aliento! 
Con los años mi voz humana ha encallecido
como una roca hostil, ajena al viento, a la lluvia 
y a la indiferencia del sol. 
Soy, al fin, un hombre que os comprende, 
que os ama como se ama al dolor que nace a la vida 
para que sea luz lo que un día fue calígine, 
para que el abismo en su profunda sima 
se vuelva relámpago, misterio, esperanza que aúlla.
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