domingo, 2 de diciembre de 2012

La ciudad no se parece a ti

Esas gotas, esas gotas no son la edad. Llueve
en la memoria de los infinitivos, llueve en el círculo
que atrapa el adoquín como un aro de murciélagos,
llueve apenas en la pregunta que jamás he leído.
Tan extraña a tu ayer, tan solaz o mercurio. Mi vida
son pasos junto al eclipse de tu parque. En su diapasón
los ejes rememoran la curiosa virtud del aire cuando
acampa en mi óxido y no reverbera ni miente. Hay calles
de un marfil exhausto y letreros innombrables, también
la solitaria efigie de las tabernas con el hierro vespertino
como anuncio de fe en una cálida pupila. Pero las alfombras
no mienten, su verdad llama a los menús del invierno
como gorriones invisibles o cánticos que han formado
nube en la curiosidad de abril. Mira las agujas de un sol
perdido, las latitudes de un enjambre de profetas
o quizá el humo de los caballos cuando su raíz de agua
se hastía. Es la ciudad en la que vives y no se parece a ti,
sus músculos te traicionan, sus escaleras no abrigan luz.
La luna ya no acaricia el rombo exacto de tu pelo. ¿Y si
jugáramos a ser tren o saeta que en su adiós bendice el óbito
que eligió nuestros nombres? Tu color no era el color, ni tus
mallas la lascivia sin ejemplo, mis labios se sonrojaron
como un crepúsculo en la solitaria herencia de los canesús.
Créeme, los incendios sobreviven en la tejas que tu vista
va adoptando, suburbio tras suburbio, metal tras metal,
pliegues del tiempo que caen como racimos en tu rostro.
Los minutos se rompen, se desangran en el frio, nos puede
el portal invariable del licor, los botines que se ausentan
del granito, la copa rubia o triste de la finitud. Hablar como si
dios huyera del enigma, sentir la llama de un verbo que azulea
en mi noche como si aún fueras hogar o renuncia






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