La noche estaría aquí con el manto más
frío.
Y yo, ciego en mi mar oscuro de pétalos sin
sol,
ausente de las órbitas del ser, con ciempiés
en las manos
y un dolor de hembra en los cristales de
mis ojos
me postraría para que el recuerdo fuera
semilla de tu voz,
episodio eterno de tus canciones al alba,
fruto omnipotente de los oasis que al
invocarte estallan
entre el rumor de los pájaros que trinan,
raíz que desnuda el olvido con ecos de
eternidad,
imagen de la luz posándose bajo al atril
de las horas
con el rostro de tu juventud como un
amanecer
de ágiles panteras en las ventanas del
día.
Eres el susurro de unos labios que agitan
mi corazón de estatua
porque encuentro en el confín de la
memoria
la llama incólume de tus silencios,
el ardid con que derrotas a los lobos de
la desdicha,
el espesor de tus pestañas acariciando la
piel de mi edad,
tu cálida lluvia sobre la frente del
tiempo como un manantial de paz.
El albor de tu nombre será la luz de ese relámpago
que dibuja el tapiz de una constelación
en las cortinas del edén.
Aunque tú te vayas no se irá contigo la sombra
de las vivencias eternas.
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