martes, 7 de abril de 2020

Es el amanecer que vuelve a besar mi casa

¿Por qué me sonreís rostros infinitos de bóvedas tristes?

En la habitación los murciélagos atisban mi soliloquio,
en las ventanas, como película inversa,
se repiten recuerdos que rebobinan mis cenizas de ámbar.

A las seis llega la luz y es un pronombre perdido,
el gallo que soñé dejó su canto en la almohada,
si buscas el perfume de las margaritas
no sé en qué lugar habrás dormido.

Vienen los ejércitos que te acompañaron
- simples sombras-
y te hablan desde la butaca vacía
o desde el espejo en que, obstinada, miras la luz.

Ahora que los pisos son un vientre oculto de voces y mar
tu color de hembra inunda los tímpanos
y grita felicidad entre las cortinas opacas,
el adiós de los insectos
que no saben
cuán azules son los destinos.

Hablo con quién fui, a través de las constelaciones
-el cielo dibuja lámparas y cuerpos-
la prisión de los labios añora la música de mil gramófonos,
el órgano que sufre y la gárgola de fauces y néctar,
lluvia herida por el canal donde muere el resplandor.

¡hola, fantasma!, ¿cuál es la sigla de tu edad?,
¡hola! hermano, hijo, esposa que dudas en mostrarte
como si solo vivieras en el ayer y nunca en el aire,
la densidad, la piel que revolotea como un verso inaudible.

Horas de humo,
un reloj que invierte sus agujas,
tormentas en la sangre
y fluidos que no fluyen tras los marcos de un ventanal
que anuncia el día.

¿Vendrá, al fin, el hada de los cuentos,
llegará un absurdo príncipe a decirnos
que la luz se esconde, sin pudor, en tus bolsillos?

Sí, juntos podemos acariciar las calles,
morir en las plazas,
ver esa película procaz,
alejarnos de los metros cuadrados de este nido
que nos acoge
y nos devora
como si en realidad ya no fuera más que una pared diamantina.










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