Otra doctrina, otro sol, otra penumbra.
Vi tejados rojos y escuché a los pájaros,
todo era frágil como un racimo o un pensamiento
sin fe.
Me escondo en la minúscula sed de los niños, se oyen sus risas
y yo sé que no aman el ruido de las mareas
ni la canción de un jueves, ni los números
que ambicionan los autobuses blancos.
Tengo letras en el hombro que acechan como duendes.
Y tu miseria y dos candiles de sol y el adjetivo que pronuncia risa,
dolor, miedo.
La ciudad hoy me visita, leo sus abecedarios,
sus músculos que anhelan la indiferencia de los días,
los rótulos como un párpado de alacrán
y ese latido de cabellos que nunca eligen piedad.
Cuando se anuncia el invierno las golondrinas dejan de ser disparo
y yo me acuerdo de tus preguntas, de las manos viajeras,
del murmullo del labio que concentró una sima
o un destino.
Y es que éramos como espigas o sueños,
y algo-el silencio del tiempo-nos adornaba
con sus flores rojas.
Y había hoteles sin desengaño(qué fantasía de dorados),
y al salir a las plazas, el púrpura de los metros,
la suave música como arrullo o renuncia.
Yo he vivido en una tómbola de espejos,
busqué los capiteles o las orillas o la memoria de vértebras doradas.
Pero no estabas tú. Es inútil recorrer los senderos vacíos,
me miro en los estanques, en los palacios de metal
y sólo veo máscaras, pálidas como un reflejo,
intermitentes como el pulso que antecede al invierno.
Tu nombre es un corazón doblado, hay en ti dibujos sin mar,
colores de un solo ojo, la impaciencia de los collares oblicuos
que no regresan.
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