Por arriba los pájaros de fuego nadan en la luz bermeja
con sus alas de plata, por debajo la ceniza, el polvoy los reflejos ocres, en medio yo con mi desnudez
de piel renegrida, mis aullidos de ángel y mi sangre
derramándose en forma de hilos con deltas y red,
ramificaciones arborescentes, de un rojo infantil
por su color álgido, su color de púrpura joven,
su latido fuerte de corazón salvaje, en el horizonte
aquel lago del que habló la dama del sur,
un óvulo entrevisto, un vacío convexo como
de amanecer sin vida; aún color luna la rosa de la luz,
el vértigo bajo nubes escarlata, nadie vivaz, ni árbol,
ni hierba, ni plantas, ni humus o musgo, porque
la humedad es una lágrima no fértil en el vientre
de la tierra, porque el sol calcina la faz
de la roca y un viento cálido e inamovible
rompe el día, viento cuya densidad pesa en la carne
y en los orificios del alma, como si mil lenguas
cosidas a una raíz de átomos y niebla
llegasen en onda volátil, paralizada al momento
de extenderse por el surco que fue río,
que fue ánfora de colmado líquido, mientras
solo el fulgor pálido, la arcilla de la ladera,
el túnel abierto al coral fulgente del cielo,
a la huida del alacrán, al deambular
de las serpientes, a la soledad del cactus, ríen;
el calor del día y el frío de la noche
están en mí, porque yo soy el desfiladero,
la arteria calcárea, la pared y el roquedal,
la fisura que recorre el aletear de la vida
desde el vergel del niño a la desértica
sombra que va cubriendo de rugosidad
pétrea el camino que fui trazando sin ver
casi el sol, como pude, a trompicones de azar,
en lucha con la muerte, ahora todavía
bajo el misterio de la lid gritos que reverberan
y son ecos, y son osamenta de sueños
y son la terrible ambigüedad donde
uno mismo no halla ni el origen ni el final,
solo un transitar entre rostros y una voz
que se intuye a los lejos, quizá la de aquel
Sísifo indomable y extrañamente feliz.
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