miércoles, 6 de agosto de 2025

El desfiladero

Por arriba los pájaros de fuego nadan en la luz bermeja

con sus alas de plata, por debajo la ceniza, el polvo

y los reflejos ocres, en medio yo con mi desnudez

de piel renegrida, mis aullidos de ángel y mi sangre

derramándose en forma de hilos con deltas y red,

ramificaciones arborescentes, de un rojo infantil

por su color álgido, su color de púrpura joven,

su latido fuerte de corazón salvaje, en el horizonte

aquel lago del que habló la dama del sur,

un óvulo entrevisto, un vacío convexo como

de amanecer sin vida; aún color luna la rosa de la luz,

el vértigo bajo nubes escarlata, nadie vivaz, ni árbol,

ni hierba, ni plantas, ni humus o musgo, porque

la humedad es una lágrima no fértil en el vientre

de la tierra, porque el sol calcina la faz

de la roca y un viento cálido e inamovible

rompe el día, viento cuya densidad pesa en la carne

y en los orificios del alma, como si mil lenguas

cosidas a una raíz de átomos y niebla

llegasen en onda volátil, paralizada al momento

de extenderse por el surco que fue río,

que fue ánfora de colmado líquido, mientras

solo el fulgor pálido, la arcilla de la ladera,

el túnel abierto al coral fulgente del cielo,

a la huida del alacrán, al deambular

de las serpientes, a la soledad del cactus, ríen;

el calor del día y el frío de la noche

están en mí, porque yo soy el desfiladero,

la arteria calcárea, la pared y el roquedal,

la fisura que recorre el aletear de la vida

desde el vergel del niño a la desértica

sombra que va cubriendo de rugosidad

pétrea el camino que fui trazando sin ver

casi el sol, como pude, a trompicones de azar,

en lucha con la muerte, ahora todavía

bajo el misterio de la lid gritos que reverberan

y son ecos, y son osamenta de sueños

y son la terrible ambigüedad donde

uno mismo no halla ni el origen ni el final,

solo un transitar entre rostros y una voz

que se intuye a los lejos, quizá la de aquel

Sísifo indomable y extrañamente feliz.



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