domingo, 16 de septiembre de 2018

El sueño de Aracne



Escribo desde la telaraña del hogar,
ya marchito el eje de mi nombre,
acechando las olas del cansancio
en la cruz inmune de los días.

Vuelvo a la piel que inventé,
una piel sin hojas ni miedo,
un árbol a la intemperie
azotado por las caricias de este sol
que inclina su rostro hacia el cielo azul del invierno.

Han pasado los monstruos perdidos
como un girasol de máscaras en la urbe de las dormidas cicatrices.

La última vez tu palabra calló
ausente del neón,
surcada por un silbo o una metáfora que no pudo ser dicha.

La primera vez los labios sellaron tu saliva en la cúpula de los insectos
(sí, allí, cerca de la luz donde se alimenta el frío
con la llama, en el perfecto jardín de la flor celeste)

Yo no sabía que un paisaje duerme en las pestañas
ni quería otra razón que el deseo en mi cáliz de niño.

¡Qué infantil la curva que roza los dedos
y desata el nudo de los gavilanes,
ese cúmulo de pájaros que orillan
la latitud informe de los planetas!

Alminares que no busqué,
coral en los párpados,
una canción que la madrugada anota en sus vergeles
y la aurora repite con su almirez de bruja.

Antes de existir había ya rojas estelas con nombres de víboras
o alas transparentes agujereando la cúspide del silencio.

Esta vida pierde un horizonte al hablar,
aún me escucho en un soliloquio sin mapas,
sincronía de viento rubio,
líquenes en los ojos hasta el pútrido ejercicio
de, otra vez, las telarañas sobre mi frente,
en mi habitación abierta hacia el número exacto del trasluz
en que finjo ser yo y no la duda etérea del espejo.

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