miércoles, 27 de abril de 2016

No he vuelto a vestirme de blanco



Pasea entre mis dedos una fotografía olvidada.

Un niño se viste de nieve, roza las alas del arcángel,
en su pecho el cordón trenzado anilla el crucifijo de plata.

Su gesto es una adivinanza, su misal de nácar
reverbera contra la luz como queriendo ser otro
en el ocaso del baptisterio, en la ceremonia
del silencio.

Toda la blancura es un signo amargo
que se pregunta por el azul de los cielos límpidos
sin reparar en las sombras
que le circundan.

Alguien dijo que no hay huella en la nube que pasa;
yo reclamo los días que nos visten
con los ojos ásperos de la experiencia,
lejos de los guantes impolutos,
próximos como un corazón que late vivo
en la herencia y en el sol que resplandece día a día
en las miserias y el error,
en las ropas sucias de un juego que nunca miente
porque sabe consentir con las horas
que le manchan, le nutren, le dan calor
con las entrañas absurdas de la vida.

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