sábado, 22 de febrero de 2014

Un paseo por la ciudad imperial



Solo conocer un faro de historia.

La vocación de los puentes,
los tejados sin alma,
el miedo de los edificios,
el río que surge con un gran atlante,
misterioso y vivo.

Son tres días de palidez, tres rutas de soliloquio
que confinan los ecos
y dan a los sentidos
su resplandor amargo.

Nadie mira la oquedad,
el pensamiento de los jardines se escucha frágil
como si un corazón latiera exhausto
entre gabardinas de adiós.

Desde la altura el ojo recorre
la bisectriz de un paraíso, la enfermedad
de las cárceles, la gloria de los cometas
pervertidos por la quietud de los relojes.

Es difícil respirar este círculo de magia y derrumbe
mientras el horizonte desvela su mercancía de grises,
su terror de agua.

¿Podrá el tiempo subyugar ese pedazo de luz
que se instala en las vértebras del día, tan sutil,
casi susurro de invierno?

En la desnudez de las fachadas sobreviven los murciélagos
de la claridad. Más allá de la flecha que los puentes nombran
hay un suburbio de color, de agitada piel, de incógnitas
y labios caídos.

Nos paseamos entre el silencio de las horas vacías,
yo te hablo de esa visión
que remarcó la gracia de este frío inmóvil.
Nuestros dedos rozan el dibujo
que abril traza en los cristales.

Aviones de papel
invaden los cielos
con su volar
de azul.

La lejanía está cerca.

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