lunes, 2 de agosto de 2021

Abrirse a la luz

Hay ciudades que solo existen en los mapas,
bajo el cielo son nube efímera,
sus edificios, fantasmagoría del cristal,
la vida en el iris de una pompa.

Aquí nací yo, sal de invierno,
miasma de alba que recorre los istmos
y la cordillera en alfombra de luz,
frágil cortina del azar.

Tengo ojos que solo miran dentro,
el refugio de mi oscuridad lleva en los ijares colmenas de aurora,
el haz claro del estallido,
la mañana desvirga la noche
con tinte de blancura bajo las alas del día

Despertar, abrir el telón del color,
su luz igual que un látigo de hambre,
el pulso caliente del rayo imberbe
roza el codo de tu cordillera, golondrina de la paz.

La urbe es un lienzo que palpita,
barcas que alzan los brazos
porque la sed caprichosa de los peces busca el estigma de la claridad,
ya somos el ebrio existir de los metales fúlgidos.

Quiero que mi ciudad encuentre un destino
en el resplandor de las plazas,
quiero la alegría del sol en el mármol de las estatuas,
quiero sentir cada tarde el tránsito vespertino
cuando la luz atisba la sombra
y se entrega dulcemente
como el cansancio se entrega al sueño.

Mi ciudad da la espalda al sur
donde el palmeral, la roca y la aridez
son el altar de un cáliz rubicundo,
la estrategia del éxtasis
que ilumina los cuerpos.

Su luz no es inédita,
al traspasar la lluvia, al romper la bruma,
llega sin prisa, con su manto de gracia,
hasta ti, 
hasta mí,
sutil y rumorosa
como la voz pausada
de un sortilegio perenne.

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